domingo, 10 de julio de 2016

Poesía para niños y jóvenes en Latinoamérica: una mirada a la producción reciente de algunos creadores Por Sergio Andricaín

La poesía es un género que ha desempeñado un papel relevante dentro de la literatura latinoamericana para niños y jóvenes desde sus inicios, como se evidencia en el trabajo fundacional de autores como:

el colombiano Rafael Pombo,
el cubano José Martí,
el nicaragüense Rubén Darío,
la chilena Gabriela Mistral
y el mexicano Amado Nervo, por solo mencionar algunos ejemplos.

En los años más recientes se aprecia en la región un interés especial, por parte de un creciente número de autores, editores y lectores, por este género. Podría objetarse que la presencia en los catálogos de los libros de poesía para niños y jóvenes aún es discreta, y que, dentro de las obras que ven la luz, muchas responden a una concepción arcaica, apegada a lo pedagógico, lo moral o lo retórico.

Es cierto, pero resulta muy estimulante la aparición de obras de notable calidad, que exploran temas y senderos formales novedosos, creadas por escritores veteranos o noveles que se acercan a la poesía desde premisas esencialmente estéticas.

En estos apuntes nos detendremos en el quehacer de algunos creadores sobresalientes que, en varios países de América Latina, han aportado al corpus de la poesía para la infancia y la juventud obras de especial mérito.

Como indica el título de este trabajo, no se pretende realizar en él un recuento exhaustivo; se trata apenas de un breve repaso de autores y obras con el ánimo de llamar la atención sobre el quehacer desarrollado por algunos escritores en los tres últimos lustros.

Argentina Existe en Argentina una larga historia de escritores que han elegido a la infancia y la juventud como destinatarios de sus obras poéticas.
Esta tradición se remonta a los inicios del siglo XX, cuando José Sebastián Tallon dio a conocer su poemario Las torres de Nuremberg (1927), una celebración del mundo de los niños en la que el entorno cotidiano de los chicos se entremezcla con sus sueños y emociones.

Otra gran figura literaria que hace un gran aporte a las letras para la niñez es Javier Villafañe, quien publica El gallo pinto en 1944, un libro que se destaca por recrear, con indisctuble acierto formal, los motivos del folclore, así como por su gracia y espontaneidad.

En 1960 con la publicación de Tutú Marambá, María Elena Walsh entrega una obra trascendental a la poesía argentina destinada a la infancia.
Este libro, así como los que vinieron después, propone al niño textos concebidos con un amplio conocimiento de la poesía de tradición oral iberoamericana y anglosajona.
En sus poemarios, Walsh apela al absurdo y al humor para proponer al destinatario una nueva manera de mirar al mundo prístina y desprejuiciada, alejada del adoctrinamiento de la familia, la escuela y, en general, de los mayores.
Otros poemarios suyos son: El reino del revés y Zooloco (ambos editados en 1965).

Por su parte, Elsa Bornemann irrumpe en las letras para los chicos con su colección de versicuentos Tinke Tinke, publicada en 1970; luego entregaría El libro de los chicos enamorados (1977) y Disparatario (1983), entre otros.
En algunos de estos libros la autora se inspira en el non sense; en otros, da testimonio de las primeras manifestaciones de amor de los niños.
Sus versos, de gran fuerza comunicativa, son directos y coloquiales.
En los años más recientes, sobresale la producción de María Cristina Ramos. Dueña de los secretos del oficio poético y asidua cultora del género, apela tanto al lirismo como a lo lúdico para mantener un diálogo enriquecedor con sus lectores, que pueden ser tanto los más pequeños como los adolescentes.

En su libro Dentro de una palabra (Sudamericana, Buenos Aires, 2014) se adentra por los senderos de la poesía comprometida con revelar el envés de las cosas, ese ángulo misterioso que las hace únicas, insustituibles, y, a la vez, le apuesta a celebrar, con alegría reposada, todo lo que existe. Nada escapa, por muy insignificante que parezca, a su inquisitiva mirada lírica:
un día del calendario, las gotas de lluvia, un pedacito de pan… o una diminuta araña:
La araña Con hilo de siesta teje, teje; con hilo de sombra ya no teje.
El sol se encuclilla, brilla, brilla; y ella desovilla seda de labrar.
Pata delantera, lazo primavera; pata de costado, dentro, fuera.
Ya tejió la tela sabanita fina;
ya tejió la vida, ya termina.
Es su telaraña maña, maña; orilla y puntilla de su soledad.
El sueño la acuna bruma, bruma; mañana en qué luna se despertará. (1)

Otro importante título suyo es Desierto de mar y otros poemas (Ediciones SM, Buenos Aires, 2013), en el cual explora los universos fantásticos, erigidos a partir de viejas leyendas y supersticiones, donde nada es lo que aparenta ser y todo goza de una naturaleza múltiple y escurridiza; son esbozados así, en su esencia tornasolada y volátil, los habitantes de esta extraña geografía: lobisones, unicornios, sirenas, el totémico Nahuel (Era, a veces, fiera, / gruñido temible, / dejaba en la arena / rastros de imposible. // Y otra veces, llanto / de tierno consuelo, / lágrima en los ojos / negros de su pueblo.) (2) Con el tema de los rumbos seguidos por las criaturas vivientes a lo largo de su ciclo vital o cotidiano, Ramos publicó Caminaditos (Los cuatro azules, Salamanca, 2013), donde están presentes el delicado humor y una buena dosis de disparate, rasgos distintivos de otros libros dedicados por ella a los más chicos, como Encantado, dijo el sapo (Comunicarte, Córdoba, 2012) y La escalera (Edelvives, Buenos Aires, 2009). La riqueza musical y una cuidada factura caracterizan la poesía escrita por María Cristina Ramos para los niños y jóvenes. Con un notable sentido lúdico, los versos de Cecilia Pisos recrean el diverso y pintoresco catálogo de personajes que pueblan buena parte de los libros destinados a la niñez. Hadas, brujas, ogros y dragones, entre otros, son tomados, en calidad de préstamo, a la literatura infantil clásica, para ser devueltos a los pequeños destinatarios despojados de sus rasgos terribles y negativos, remozados por obra y gracia de la ingeniosidad y el desenfado contagioso de la autora. Entre las obras de Pisos se destacan Las hadas sueltas (Sudamericana, Buenos Aires, 1993), Las brujas sueltas (Sudamericana, Buenos Aires, 2004) y Libro de los ogros (Atlántida, Buenos Aires, 2009). En El Pájaro Suerte (Pequeño Editor, Buenos Aires, 2011) entrega, retratadas con pocas palabras, en un delicioso ejercicio de síntesis e imaginación poética, un muestrario de aves sumamente curiosas: el pájaro viento, el pájaro te lo dije, el pájaro cuchara y el pájaro ojo, al que describe así: “El pájaro ojo / vive posándose / en todas las cosas. / Cuando se cansa de volar, / se duerme.” (3) En los últimos años, Jorge Luján ha sorprendido gratamente con libros de versos que proponen un fresco acercamiento al universo de los chicos. Tanto en Animales de compañía (Aerolitos, Capital Editorial, Buenos Aires, 2013) como en Pantuflas de perrito (Almadía, Ciudad México, 2009, y Pequeño editor, Buenos Aires, 2010), ofrece un ingenioso acercamiento a las relaciones de los niños con sus mascotas (perros, gatos, conejos, hámsters…), tomando como punto de partida anécdotas y experiencias de niños de Latinoamérica. En obras como Un ángel todavía (Tinta Fresca, Buenos Aires, 2011) propone un verso más estilizado y rico en connotaciones: De los sabores: la manzana de larga fama. De los sonidos: el silencio después del trino. De las imágenes: el hondo cielo de tus ojos. De los aromas: el de una flor cortada en un sueño. Del tacto: el beso callado de la lluvia. De los pensamientos: el luminoso y fugaz como un ángel que no repite su visita. (4) El poema Más allá de mi brazo (Kókinos, Madrid, 2013) celebra, con espíritu lúdico, el descubrimiento del universo circundante y la interrelación de sus partes, mientras que en Como si fuera un juguete (Sexto piso, México D.F., 2013) propone aforismos (“Mis sueños

viernes, 19 de febrero de 2016

Vida de Bolívar para niños.




CAPITULO PRIMERO
|Infancia y juventud de Bolívar


Eran las ocho de la mañana del día 24 de julio de 1783 en la ilustre ciudad de Caracas, capital de Venezuela.
En aquella mañana feliz, en una casa amplia y hermosa de la plazuela del Convento de los frailes dominicanos, el Convento de San Jacinto, se notaba extraordinaria animación; ¿qué había sucedido? Que la dueña de la casa, doña María de la Concepción Palacios, había recibido del cielo como regalo de Dios, un cuarto hijo, pues hasta entonces ella y su marido, don Juan Vicente Bolívar, sólo tenían tres.
La joven madre, de 23 años apenas, sumamente pálida, sonreía dichosa en el amplio lecho maternal, cubierto de finos cortinajes de raso que casi llegaban hasta el suelo y defendían al tierno niño de los ataques del demonio.
El niño lloraba en ese instante en el seno amoroso de su madre; lloraba como un desconsolado el pobrecito, porque hacía frío y no le habían dado de comer; después de un viaje tan largo como el que había hecho, desde el cielo volando en alas de los ángeles hasta caer en los brazos cariñosos de doña Concepción, el nene sentía fatiga, pero su madre estaba muy débil por el esfuerzo realizado y no podía darle de comer.
Ya sabéis, pues, qué fue lo primero que aquel niño hizo al nacer: lo que han hecho todos los niños desde que el mundo existe, lo que hicisteis vosotros también: llorar inconsolablemente y sin saber por qué. Aquel niño lloraba agitando con fuerza los piececitos morados y dando a su mamá unos buenos golpes en las mejillas con las manecitas inquietas.
En la sala principal de la casa y en los corredores, el padre del niño, su primo que era sacerdote y los familiares, comentaban alegremente el grato acontecimiento; estaban felices: Dios les había enviado aquel niño que completaba precisamente dos pares en la casa; los que habían nacido primero eran María Antonia y Juan; luego vino un varón llamado como su padre, Juan Vicente, pero faltaba este buen compañero que Dios enviaba ahora a sus hermanitos para que tuvieran con quién jugar.
En el momento en que el suceso se verificaba, María Antonia, Juana y Juan Vicente estaban haciendo diabluras en el Patio de los Granados, allá al fondo de la casa; los niños no habían caído en la cuenta del suceso, hasta que Hipólita, una buena esclava negra que iba a ser el aya del recién nacido, fue a participarles la cosa para que se apresuraran a conocer al nuevo hermanito; los niños suspendieron sus juegos y corrieron hacia la alcoba de la mamá, a donde entraron de puntillas, para sorprender al nene. Cuando le vio, lleno de frío, con carita de angustia y llorando sin cesar, María Antonia dijo:
– Este niño va a ser loco, porque llora sin razón.
Juana, en cambio, era muy seria, y contemplaba curiosa aquel asunto, porque no podía comprender cómo pudo venir desde el alto cielo un niño tan primoroso sin romperse ni siquiera una pierna; por eso ahora, viendo a su nuevo hermanito, callaba esperando que su mamá estuviera bien para que le explicara la cuestión.
Juan Vicente, por su parte, como era el más chiquito de todos, pues no tenía sino dos años, luchaba inútilmente por subirse a la cama; María Antonia le alzó y así pudo fácilmente conocer a su futuro compañero de travesuras.
Todo era contento en aquella casa y pasados los momentos de mayor animación, la madre del niño sintió sueño; los niños entonces se fueron de nuevo al patio de los Granados, a continuar tirando, la pelota, porque ellos sabían que cuando mamá duerme no hay que hacer ruido, hay que dejarla dormir...
Todas las mañanas iban los niños a ver cómo había amanecido el hermanito, que aún no sabían cómo habría de llamarse; por fin, al sexto día del nacimiento resolvieron sus padres bautizarlo. Fue el 30 de julio. Su padre quería que se le llamase Santiago, en honor del Apóstol Santiago, patrono de España; pero su padrino, el cura, que era un tremendo, en el momento de escribir la boleta en el bautisterio, dispuso que se le llamase Simón, porque decía que el niño había tenido muchos abuelos de ese nombre y como todos habían sido hombres ilustres, había que llamarlo así para que él también fuese un grande hombre.
Se le llamó, pues, Simón y se le agregaron otros nombres, los de los Santos de devoción de toda la familia; el pobre niño, tan flaco y tan débil, llevaba encima todos estos apelativos: Simón, José, Antonio, de la Santísima Trinidad.
A los tres años de nacido Simón, murió su padre; entonces era un niño delgado y pálido, de pelo castaño oscuro y ensortijado. Su vida, como la de sus hermanitos, era la que todos los niños viven en los dulces años de la infancia: comer, jugar y dormir.
En Caracas se comía muy temprano, pero se levantaban los niños más temprano todavía; desde las siete de la mañana, María Antonia, Juana, Juan Vicente y Simoncito, que apenas podía correr, iban por esos patios haciendo toda clase de daños y poniendo furiosa a su mamá. Las niñas saltaban la cuerda; en tanto que Juan Vicente y Simoncito montaban a caballo... en los bastones de su tío, pues estaban muy pequeños para darles caballos de verdad; los acompañaba la esclava negra, que era el aya de Simón, la buena Hipólita, que los quería como una madre y les enseñó a jugar el escondite, la candelita y la gallina ciega.
Otras diversiones, sin embargo, les gustaban más; a las niñas era el vestir y desvestir a sus muñecas; a Juan hacer barquitos de papel que echaba a bogar en la taza de agua del Patio de los Granados; y a Simoncito, jugar con la caja de soldados de plomo que le había regalado su tío Esteban, el hermano de su madre. El niño se apartaba a un rincón del patio, enfilaba los soldados y los mandaba marchar. Pero como no marchaban porque eran de plomo, se enfurecía y llamaba a Hipólita. La pobre negra tampoco podía hacerlos andar. Simón entonces los rompía para ver qué tenían dentro, saber si estaban enfermos y darles aquellas medicinas tan amargas que a él le daba su mamá.
Al anochecer, temblando de miedo, los niños se acurrucaban al lado de Hipólita para que les refiriera cuentos. La esclava les contaba las terribles historias de la Sayona y del Tirano que se engullía a los niños desobedientes; o la de la Mula Manía, que era la que más les asustaba. Los niños se atemorizaban de eso y juraban que en adelante obedecerían ciegamente a su mamacita querida, mientras Hipólita reía por lo bajo, mostrando sus blancos dientes de negra buena.
El sueño los vencía entonces y uno a uno los llevaba la esclava a sus camitas, en donde, arrodillados y formales, rezaban el bendito y recibían la cariñosa bendición de la mamá.
Hipólita los quería a todos, pero a ninguno tanto como a aquel loquito de Simón, que era el más travieso. La negra lo consentía mucho y cuando su mamá lo reprendía por alguna travesura, el niño corría a esconderse detrás de las amplias polleras de la negra.
Cuando fueron ya más crecidos, Juan y Simón, con el permiso de su madre, salían por las tardes a la esquina de la plaza en donde formaban conciliábulo con otros chicos de la vecindad tan traviesos como ellos. Entonces remontaban cometas y gritaban, hasta que Hipólita iba a buscarlos porque estaba servida la mesa y "mamá no podía esperar".
No vayáis a suponer que Simón, cuyo destino más tarde iba a ser tan glorioso, puesto que llegó a ser el Libertador de la América, el Padre de nuestra Patria, el hombre más grande del mundo, fuese en aquellos sus primeros años un niño formal y estudioso; nada de eso: era tremendo y peleaba con sus hermanitos por cualquier cosa; especialmente con María Antonia, que era su hermana mayor, y mandona como todas las hermanas mayores; Simón no permitía que ella le castigase, porque decía que eso debía hacerlo su mamá, pero tampoco dejaba que su mamá le reprendiese, porque alegaba que era su papá quien podía hacerlo, y su papá estaba muerto. Era terrible aquel Simón.
Sus travesuras llegaron a ser tan insoportables que doña Concepción resolvió salir de él y dárselo a un tutor que lo educara. La persona escogida para tan difícil cargo fue un viejecito respetable, abogado, llamado don Miguel, de quien el niño se burlaba a las mil maravillas. Cuando el tutor salía de la casa, Simón quedaba en ella haciendo diabluras, que Hipólita y la mujer del tutor ocultaban a éste cuidadosamente.
A veces el niño era obediente y respetuoso, pero si le negaban algo se encolerizaba. Su genio levantisco y alocado se calmaba, no obstante, al ver a Hipólita que le distraía echándolo sobre sus espaldas, como un jinete, a lo que Simón llamaba "jugar al caballito".
Cuando el tutor volvía del trabajo, si Simón se había portado bien, lo llevaba de paseo por los alrededores de Caracas. El viejo montaba un caballo manso y lerdo. El niño, que apenas tenía seis años, un burrito negro, tan inquieto como el jinete.
Una tarde tutor y pupilo salieron de paseo; Simón iba de lo más distraído en su burro, viendo cómo en un predio cercano unos chicos del pueblo intentaban alcanzar un nido, cuando tropezó el asno con una piedra del camino y arrojó al suelo a Simón que se raspó la rodilla y la nariz. El niño se puso colérico y el tutor le reprendió diciéndole:
– No se enfurezca, Simón, que la culpa es de usted, porque no sabe montar a caballo.
A lo que respondió el niño rabioso:
– ¿Y cómo quiere que sepa montar a caballo, si lo que me da es un burro que no sirve ni para cargar leña?
En la casa se reunían de vez en cuando muchos señores respetables, amigos del tutor de Simón. A éste le gustaba intervenir en las conversaciones; hasta que un día, en el almuerzo, mientras los señores trataban de un asunto muy serio, Simón pretendió meter su cucharada, y el tutor le ordenó que cerrara la boca y callara, porque aquello no era para él. Simón entonces dejó de comer.
El tutor le dijo:
– ¿Por qué no sigue comiendo usted?
– ¿Cómo quiere que siga comiendo –replicó el niño– si me manda que cierre la boca? ¡Yo no puedo comer con la boca cerrada!
El tutor se puso furioso y viendo que le era imposible dominar a aquel diablito, resolvió devolvérselo a la madre. Tenía Simón siete años. Doña Concepción con sus niños e Hipólita decidió vivir desde entonces en una hacienda de su propiedad, llamada "San Mateo", que era la preferida.
El niño aprendió a amar la vida del campo, los animales y los deportes. Su mamá le había regalado un caballito blanco, que era el mejor amigo de su corazón. Acompañado de Hipólita, que montaba siempre en una yegua coja, Simón corría por los campos vecinos y llegaba a veces hasta los ranchos lejanos de los esclavos; éstos adoraban al amito, complaciéndole en todo, porque cuando aquellos negros tenían discusiones con el mayordomo de la hacienda, Simón se ponía del lado de ellos y los defendía.
Otras veces Hipólita llevaba al niño al río para que aprendiese a nadar, lo que logró hacer desde entonces con bastante desenvoltura.
Pero el tiempo pasaba, el niño crecía y era necesario que aprendiese siquiera a leer. Había entonces en Caracas un señor llamado don Simón Rodríguez, que daba clases a domicilio, y a quien doña Concepción eligió para primer maestro de sus niños. Ese señor usaba unos zapatos grandotes y vestía extravagantemente, pues decía que las gentes de Caracas no le importaban un comino y que allí se podía vivir de cualquier modo. Era un maestro muy raro, pero amaba a Simoncito y el niño también le quería. Con él aprendió los primeros conocimientos, y un joven muy sabio llamado Andrés Bello le dio más tarde lecciones de geografía y cosmografía.
Al cumplir nueve años, quedó huérfano de madre. Pasó entonces Simón a vivir con sus tíos hasta los dieciséis. Entonces era ya un joven distinguido, de maneras exquisitas, que había ingresado al ejército del Rey, con el título de alférez. Simón era muy ingenioso en la conversación y se distinguía particularmente en el trato con las señoritas de su edad. No hay que decir que era extremadamente enamorado y siendo como era de presencia gallarda, hijo de un marqués y sumamente inteligente, tuvo bastantes admiradoras...
Su carácter era orgulloso con sus semejantes, pero con los pobres era muy humilde y por eso le querían todos bastante.
Sus tíos resolvieron enviarlo a España para que siguiese alguna carrera, bien la de las armas o la de las leyes, pues para ambas mostraba una vocación muy decidida.
Resuelto el viaje, se embarcó en la Guaira, principal puerto de Venezuela sobre el océano Atlántico, en enero de 1799. El buque atracó en la ciudad de Veracruz, que era el mejor puerto de Méjico; como el barco demoraba allí algunos días cargando el oro que los españoles mandaban a España, Simón resolvió ir a conocer la capital de México, que se llama Méjico también.
El Virrey Español que gobernaba aquel país, al saber la llegada de un joven tan distinguido, quiso conocerle y le invitó una tarde a su palacio a tomar chocolate.
Gustaba el Virrey de la conversación del joven Bolívar, que era muy despejado y contestaba con mucho ingenio a las preguntas que se le hacían. Esa tarde el Virrey, orgulloso de la autoridad real que ejercía, habló del Rey y de lo muy amado que era en América, provocando a Simón para que dijese alguna cosa. Simón levantándose de la silla que ocupaba, de mal humor, dijo:
– Señor Virrey, América no ama al Rey; sino que por el contrario, quiere ser independiente.
Aquella imprudencia enojó al Virrey, quien reprendió a Simón por ella, y ordenó que inmediatamente continuara su viaje.
Al volver de nuevo a Veracruz para tomar el barco, Simón escribió a su tío Pedro una carta dándole cuenta del viaje; la carta está llena de faltas de ortografía y voy a copiárosla para que vosotros corrijáis esos errores y no os desalentéis si también los cometéis, porque quien entonces escribía tan mal, fue después el Libertador de un mundo y el primer escritor de la América. La carta decía:
"Estimado tío mío: mi llegada a este puerto ha sido felismente, gracias a Dios: pero nos hemos detenido aquí el motibo de haber estado bloqueado la Abana y ser presiso el pasar por allí; de sinco Nabios y onse Fragatas Inglesas. Después de haber gastado catorse dias en la nabegasion entramos en dicho puerto el dia dos de febrero con toda felicidad. Hoi me han sucedido tres cosas que me an complasido mucho: la primera es el haber sabido que salia un barco para Maracaibo y que por este conducto podia escribir a usted mi situasion y partisiparle mi biage que ise á Mexico en la inteligencia que usted con el Obispo lo habian tratado, pues me allé aquí, una carta para su sobrino el oidor de allí recomendandome á él, siempre que hubiese alguna detención, lo cual lo acredita esa que le entregara usted al obispo que le manda su sobrino el oidor, que fue donde bibí los ocho dias que estube en dicha ciudad. D. Pedro Miguel de Echeberria costeo el viage que fueron cuatrocientos pesos poco mas ó menos de lo cual determinara usted si se los paga aquí ó allá á D. Juan Esteban de Hechesuria que es compañero de este Sr. á quien bine recomendado por Hechesuria y siendo el conducto el Obispo. Hoi a las onse de la mañana llegue de Mexico y nos vamos á la tarde para España y pienso que tocaremos en la Abana porque ya se quitó el bloqueo que estaba en ese puerto y por esta razon asido el tiempo muy corto para ha serme mas largo. Usted no estrañe la mala letra pues ya lo hago medianamente pues estoi fatigado del mobimiento del coche en que hacabo de llegar y por ser mui á la ligera pues ya me voi á embarcar la he puesto muy mala y me ocurren todas las especies de un golpe. Espresiones a mis ermanos y en particular a Juan Visente que ya lo estoi esperando, á mi amigo D. Manuel de Matos y en fin a todos a quien yo estimo.
Su mas atento serbidor y su yjo.
Simón Bolívar
Yo me desembarqué en la casa de D. Jose Donato de Austrea el mario de la Basterra quien me mando recado en cuanto llegue aqui me fuese a su casa y con mucha instancia y me daba por razon que no havia fonda en este puerto".

Antes de salir de Méjico visitó Simón las ciudades de Puebla y Jalapa. Luego conoció La Habana, capital de la república de Cuba, entonces colonia española, y llegó a Madrid poco después.
Al llegar a Madrid, su tío Esteban, a quien el joven iba encomendado, dispuso que Simón comenzase estudios de derecho, sin dejar de pertenecer todavía al ejército del Rey. A poco pudo darse cuenta el tío de que su sobrino era muy desaplicado y le gustaba más jugar que estudiar.
Habiendo conocido Simón a la Reina en algún sitio, se hizo bien pronto amigo de su hijo, el príncipe heredero, joven casi de su misma edad, llamado Fernando, cuyo carácter afectado y despótico le granjeaba muchas antipatías en la Corte. Una tarde en Aranjuez, lugar de recreo de la familia real, Fernando y Simón jugaban a la pelota delante de la Reina que sentía mucho afecto por el joven americano. Al concluir el segundo partido, tocaba a Simón lanzar la bola, pero lo hizo con tanta fuerza, que no pudiendo el príncipe evadirla, le dio un golpe en la frente, causándole un chichón. Fernando, disgustado, se negó a seguir jugando, pero intervino la Reina y los reconcilió.
Otra vez, mientras paseaba a caballo una tarde por la Puerta de Toledo, en la misma ciudad de Madrid, la policía quiso registrarlo con el pretexto de saber si llevaba diamantes, joyas que entonces era prohibido usar en abundancia. Pero Bolívar sacó la espada que llevaba en el cinto, y revelándose ya como el combatiente que habría de ser después, dijo a los guardias que antes de dejarse requisar, mataría al primero que le tocase. Ninguno le tocó y el joven pudo continuar su paseo.
Por todos estos sucesos tuvo que salir de Madrid para Bilbao, pero antes visitó París, la capital de Francia, en donde un revolucionario llamado Napoleón Bonaparte acababa de triunfar sobre el despotismo, proclamando la República. "El triunfo de la libertad, las nuevas y filosóficas instituciones, las maravillas del arte, los prodigios del genio que diariamente se le presentaban, cautivaron su mente. Pero Bonaparte fue el principal objeto de su admiración; el jefe de la República era entonces universalmente admirado".
Antes de partir para París había conocido Bolívar en Madrid a una joven distinguida y honesta, de extraordinaria hermosura, que despertó en su corazón los primeros impulsos del amor, sentimiento que fue correspondido. Era doña Teresita Toro y Alaiza. Al regreso quiso Bolívar contraer matrimonio y aunque por su corta edad los familiares de ambos no eran amigos de ese enlace todavía, logró al fin vencer su pasión, y la boda se verificó el 25 de mayo de 1802.
Los recién casados se vinieron en seguida para Venezuela y se establecieron en la hacienda de San Mateo, que tan dulces recuerdos tenía para Bolívar. Apasionado por la vida del campo, pensó dedicarse a la agricultura, pero el destino, que presidía su agitada existencia, le reservaba fines más altos; a los ocho meses de casados, el 22 de enero de 1803, murió Teresa, y Bolívar, que la había amado sincera y noblemente, juró no volver a casarse jamás.
Aquel dolor, lejos de acobardarle, exaltó su temperamento nervioso y, por una reacción propia de su carácter, sintió desprecio hacia la vida común, desdén por la fortuna, ansias de hacer cosas grandes y nobles. El dolor le hizo rebelde: ¡desde entonces fue revolucionario.http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ninos/relatoi/rela9.htmhttp://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ninos/relatoi/rela9.htm

domingo, 14 de junio de 2015

En Una Cajita De Fósforos. Maria Elena Wals

En Una Cajita De Fósforos

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.

Un rayo de sol, por ejemplo
(pero hay que encerrarlo muy rápido,
si no, se lo come la sombra)
Un poco de copo de nieve,
quizá una moneda de luna,
botones del traje del viento,
y mucho, muchísimo más.

Les voy a contar un secreto.
En una cajita de fósforos
yo tengo guardada una lágrima,
y nadie, por suerte la ve.
Es claro que ya no me sirve
Es cierto que está muy gastada.

Lo sé, pero que voy a hacer
tirarla me da mucha lástima.

Tal vez las personas mayores
no entiendan jamás de tesoros
Basura, dirán, cachivaches
no se porque juntan todo esto.
No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, virutas de lápiz,
carozos, tapitas, papeles,
piolín, carreteles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Las cosas no tienen mamá.

     Maria Elena Wals

http://bpcd-mariaelenawalsh.blogspot.com.ar/

La Cenicienta quo quería comer perdices. y otros cuentos literatura infantil.

https://uvadoc.uva.es/bitstream/10324/5109/1/TFG-B.443.pdf

  1. La Cenicienta quo quería comer perdices. Nunila López Salamero. Pág. 86.
  2.  La sirenita Versión Hans Christian Andersen.  Pág. 75.
  3. Caperucita Roja Versión Hermanos Grimm. Pág. 69.

lunes, 1 de junio de 2015

Literatura Latinoamericana. (Argentina)

MARIA ELENA WALSH
ARGENTINA

VOY A CONTAR UN CUENTO

Voy a co n tar un cuento.
A la una, a las dos, y a las tres:
Había una vez.

¿Cómo sigue después?

Ya sé, ya sé.
Había una casita,
una casita que.
Me olvidé.

Una casita blanca,
eso es,
donde vivía uno
que creo era el Marqués.

El Marqués era malo,
le pegó con un palo
a... No, el Marqués no fue.
M e equivoqué.

No importa. Sigo. Un día
llegó la policía.
No, porque no había.
Llegó nada más que él,
montado en un corcel
que andaba muy ligero.
Y había un jardinero
que era muy bueno pero.

Después pasaba algo
que no recuerdo bien.
Quizás pasaba el tren.

Pero lejos de allí,
la Reina en el Palacio
jugaba al ta te tí,
y dijo varias cosas
que no las entendí.
Y entonces.

Me perdí.

Ah, vino la Princesa
vestida de organdí.
Sí.
Vino la Princesa.
Seguro que era así.

La Reina preguntóle,
no sé qué preguntó,
y la Princesa, triste,
le contestó que no.

Porque la Princesita
quería que el Marqués
se casara con ella
de una buena vez.
No, no así no era,
era al revés.

La cuestión es que un día,
la Reina que venía
dio un paso para atrás.
No me acuerdo más.

Ah, sí, la Reina dijo:
— Hijita, ven acá.
Y entonces no sé quién.

M ejor que acabe ya.
Creo que a mí también
me llama mi mamá.

domingo, 31 de mayo de 2015

Anónimo. El Flautista de Hamelin.

Había una vez...
...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin.   Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco.
Pero... un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas,  y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos.
¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
...Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa,  fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
-¡Abajo el alcalde! -gritaban unos.
-¡Ese hombre es un pelele! -decían otros.
-¡Que  los del Ayuntamiento nos den una solución! -exigían los de más allá.
 Con las mujeres la cosa era peor.
-Pero, ¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O  hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
-¡Lo que yo daría por una buena ratonera!
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
-¡Pase adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
-Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien,  si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?
-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.
-Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: "¡Anda, atrévete!" Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado!
Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
-Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
-¿Mil florines... ?-dijo el alcalde-. ¿Por qué?
-Por haber ahogado las ratas -respondió el flautista.
-¿Que tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales-. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
El flautista advirtió muy serio:
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
 Tales palabras enfurecieron al alcalde.
-¿Cómo se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así que siguió vociferando:
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se arrepentirán!
-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
       Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río.
¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las personas mayores-. Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
-¿Y qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.
-Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
-Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
-No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño-. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril, perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/literaturainfantil/cuentosclasicos/hamelin.asp

viernes, 7 de marzo de 2014

JORNADA DE ACTUALIZACIÓN PEDAGÓGICA.



FUNDACIÓN CONVENIO UNIOJEDA-IUTEMBI




JORNADA DE ACTUALIZACIÓN PEDAGÓGICA.




- ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN DE LA PROPUESTA DE LA REFORMA CURRICULAR DEL MINISTERIO DEL PODER POPULAR PARA LA EDUCACIÓN.




MSc. Preescolar Yolanda Espinoza.

MSc. Gerencia Educativa. Yamilet Méndez.




-ACTUALIZACIÓN PEDAGÓGICA SOBRE ACOSO ESCOLAR Y FORMAS PARA ABORDARLO.

Lcda. Preescolar Yenny Fernández.
Lcda. Planificación y Evaluación de Educación Básica y Preescolar.
Abogado Auromar Rivas.

- ESTRATEGIAS PARA MEJORAR LA ORTOGRAFÍA.

Msc. Fernando Briceño.

Fecha:
18/19/20 de marzo de 2014 3 horas diarias.
25/26/27 de marzo de 2014 3 horas diarias.
01/02/03 de marzo de 2014 3 horas diarias.
Total: 27 horas.

Hora: 2:00 pm a 5:00 pm

Se entregará certificado avalado por la Universidad Alonso de Ojeda.

Costo:
Estudiantes: 200 Bs. F.
Profesores: 250 Bs. F.

Para mayor información dirigirse a la sede principal ubicada en Centro Comercial Mercedes Díaz. Valera edo Trujillo.
Teléfono: 0271-2214601

Marzo de 2014.