LA HOJA QUE NO HABÍA CAÍDO
EN SU OTOÑO.
Julio Garmendia.
Esta era una hoja, una hoja que no había caído en el día de su otoño, como todas las otras de la ceiba, y que, finalmente, había venido a quedar íngrima y sola en lo alto de una rama del gran árbol, cuando ya todas las demás, o habían caído, o habían sido llevadas por el viento, o tumbadas por la lluvia, o desprendidas por el frío. Sólo aquella hoja quedaba allá en lo alto, en las desnudas ramas, y ni se desprendía, ni se aflojaba. No se dejaba llevar por ráfagas ni soplos, ni permitía que las lloviznas la ablandaran, ni se dejaba besar por vientecillos, ni tampoco quería caerse al suelo, así nomás, por su propio peso, como cualquiera otra hoja caduca. Apenas si una que otra vez se balanceaba, como sin ganas -por miedo a caerse, de seguro-; y hasta habrá que decir que, en ocasiones, se sentía un si es no es tentada a considerar aquella resistencia especial suya, y aquella su anormal adherencia, y su fijeza y duración, como indicio de quién sabe qué supervivencia extraordinaria, que a ella le estuviera reservada entre las hojas... Por el momento era algo único, en verdad; hasta para creerse una hoja única en lo alto de un gran árbol deshojado, la sola y única de aquella ceiba inmensa y algo ventruda, a la que por nada de este mundo abandonaba.
Llegó el fin de febrero; más aún, ya marzo iba mediando, y la hoja que aún no había caído empezó a sentirse mal, a recordar el tiempo de antes... Primero, tierno brote verde pálido entre millares de otros brotes verde pálido, allá a comienzos de aquel lejano año anterior... Después, fresca y viva, esbelta y joven hoja, de formas y de líneas que se le acentuaban cada día, con cada sol, con cada luna, y así hasta adquirir su perfecta forma adulta de hoja de ceiba hecha y derecha. ¡De todo esto hacía tan poco! ¡Fue ayer nomás!, le parecía. Andando el año, vinieron también la madurez, la plenitud, y muy pronto vino el tiempo en que iba a ser, en vez de una hoja que crecía y que maduraba, una que estaba en trance de encogerse y de tornarse amarillenta. Y no paró ahí la extraña cosa, sino que de amarillenta había pasado a ser algo grisácea; y dejando también de ser grisácea, pasó a tener color tabaco; y sus tejidos se alteraban, perdiendo la elástica tersura, volviéndose rugosos, y en vez de susurrar tan blandamente, como antes, bajo el viento o bajo el agua, ahora se ponía a crujir, como si fuera a resquebrajarse y a partirse.
Se había encogido y arrugado, y crujía como un bizcocho más bien que como una hoja; cuarteada y destrozada por todos los males del otoño, de aquel otoño interminable. ¡Si ya casi ni siquiera podía llamarse hoja!
Y la hoja empezó a lamentar su terquedad y su aislamiento. De modo que cuando ya el viento de marzo venía a silbar con fuerza entre las desnudas ramas de la ceiba, ella crujía (o rechinaba) diciéndole al pasar:
-¡Viento de marzo! ¡Llévame a mí! ¡Llévame a reunirme con las hojas que cayeron de esta rama en su época!
Pero el viento de marzo no se detenía ni la escuchaba, y pasaba y repasaba, sin llevársela, sin mirarla siquiera.
-Yo me crispaba y me agarraba con más fuerza, para que no me llevaran con las otras... ¡Perdóname! ¡Perdóname tanta insensatez!... ¡Llévame ahora!
Pero los vientos retozaban, y la pasaban por delante, o por los lados, o por detrás, y nunca la llevaban. Y la hoja se sentía cada día más miserable.
Cansada de rogarle al viento, le dijo a una llovizna pasajera:
-¡Llovizna pasajera! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a reunirme con las hojas, con las hojas que las lloviznas de antes se llevaron!
Pero la llovizna pasajera siguió andando, y no hizo caso.
Acertó a pasar por allí debajo el carretero, con su carreta llena de hojarasca del jardín, y le dijo la hoja:
-¡Carretero! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a reunirme con las hojas, ¡con las hojas que te llevas en la carreta!
Mas siguió su camino el carretero, y sin llevársela tampoco.
Y era ya entonces primavera; ya marzo terminaba, y en el aire y sus aromas, y en el cambio de las nubes, y en la agitación y el canto de los pájaros, y en muchas, muchas cosas más, se presentían abril y mayo, y en las ramas mismas del árbol, en la gran ceiba desnuda, comenzaban los retoños a hincharse y a apuntar, abultándose a medida que los días iban corriendo, y anunciando los millares y millares de hojas nuevas que ya venían a dar al árbol vestimenta y esplendor para otro ciclo. Finas puntas asomaban relucientes en la extremidad de algunas ramas; en otras ramazones, más expuestas al sol, probablemente, ya se apreciaba un cierto tinte sonrosado en los brotes aún más hechos.
-¡Oh, pimpollos! ¡Oh, nacientes pimpollos! -exclamó entonces la hoja-; y les rogó que la llevaran hasta el sitio en donde estaban las hojas que habían caído allí en su época.
Pero los pimpollos, brillantes y relucientes, húmedos de savia y vida, empezaron a entreabrirse y a reír, al oír aquellas palabras de la anciana.
-¿Qué es lo que dice ésa? -preguntábanse unos a otros los retoños-. ¿Que hubo hojas que una vez cayeron? ¿Que hay algo llamado otoño? ¿Que el tiempo nos abate y nos dispersa? ¿Que el viento nos destroza? ¿Que nos tumba la lluvia? ¡Ay, qué sandeces! ¡Ay, qué tonta! ¡Ay, pero qué chocha! ¡Está chiflada! ¡Ja, ja, ja!
Y se reían y carcajeaban; y, al reír, entreabríanse más y más, y más aún, y eran cada vez más numerosos brotando y extendiéndose en las ramas de la ceiba, que toda entera reverdecía y se engalanaba como para una gran celebración inminente... Hasta que un día (cuando ya el tiempo para esto fue llegado, y el sol brillaba y calentaba más que nunca), un día, pues, los pájaros volvieron a sus nidos, no lejos de la ceiba en donde la única hoja seca y persistente aún estaba, perdida, avergonzada de encontrarse en aquel mundo de relucientes y lisas hojas nuevas que se reían de su apariencia, de su rugosidad, de su sequedad, de su color, de su encurrujamiento y su vejez, y los crujidos que lanzaba cada vez que las primaverales brisas la rozaban con sus divinas alas de embriagueses.
Entonces, aprovechando un momento en que las hojas se ocupaban en sus bailes, en sus juegos, sus coqueteos y travesuras, con los soplos de la brisa y con los rayos del sol (que ahora se filtraban como escalas de luz entre el ramaje bien tupido), aprovechando ese momento, pues, la viejecita llamó al tordo que estaba haciendo nido en el mismo vecindario.
-¡Oh, tordo! -le rogó-. ¡Despréndeme y llévame! ¡Ponme en el fondo de tu nido, como colchón; o ponme arriba, como techumbre, o ponme delante, como puerta, y no se mojarán tus pichones, ni tú mismo, cuando llueva, ni se enfriarán cuando haga frío.
El tordo la miró, ladeando un poco la cabeza para observarla mejor, y como estudiando a fondo la propuesta; y como vio que realmente podía servirle aquella hoja, la desprendió de un picotazo y echó a volar llevándola en el pico.
Pero aquel previsivo constructor, era al mismo tiempo un gran loquillo; era un tordo enamorado -¡un tordo enamorado!-, y no pudo esperar, pues, ni un segundo siquiera, para contestar a cierto "¡Pío!" que alguien le lanzó desde otra mata; abrió el pico en pleno vuelo, el muy bandido, para hacer, él también, "¡Pío!", y soltó la pobre hoja, dejándola caer en medio de una ronda de primaverales brisas que danzaban y jugueteaban y loqueaban por allí en aquel momento. Y la hoja tuvo que dar mil y mil vueltas; tuvo que hacer muchas piruetas y cabriolas, ora al sol, ora a la sombra, ya hacia arriba, ya hacia abajo, ahora en espiral, luego en picada, entre murmullos, susurros y cuchicheos de sofocadas risas, y cada vez que la viejecita seca y chocha iba a pasar cerca de ellas, las frescas hojas, nuevas, flexibles, se apartaban, contrayéndose, encogiéndose, con un ligero mohín impertinente, para que no las fuera a rozar en su caída aquella rara cosa que ahí estaba bajando poco a poco...
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