El niño que no quería leer
Arturo Corcuera (escritor peruano).
Era un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
En la escuela, la profesora le decía: “En tus pestañas alguna vez se va a enredar la luna”.
Él miraba con asombro las piruetas que hacía el colibrí, como si se supiera por él observado: se detenía, danzaba y se columpiaba en el aire. Luego giraba y se iba zumbando a repartir besos de jardín en jardín.
Por eso le dicen besaflor, pájaro-mosca, pájaro-aguja, chupa-mieles, pica-cucarda, zunzún, tente-en-el-aire.
El niño imitándolo se ponía a saltar y a dar vueltas como un trompo. Agitaba los brazos como alas en remolino.
os libros los tiraba al canasto. Sus compañeros de escuela lo conocían como el niño que no quería leer.
Todos abrían sus libros.
Él asomaba a la ventana y se ponía a contar los pájaros o los luceros, según fuera de día o de noche.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
No podían decirle que existió en la historia un rey con un caballo guerrero que donde ponía la pezuña no volvían a crecer flores.
Ni que una vez se abrió el mar, como las hojas de un libro, para que cruzara a la otra orilla un pueblo perseguido. Y cuando intentaron seguirlo el mar se volvió a cerrar.
Ni que en tiempos remotos salieron de las aguas, con sus respectivas esposas, cuatro hermanos para fundar un imperio. Tres de ellos se convirtieron en piedra.
Ahora son cerros.
Ni por asomo conocía los libros que el abuelo, con tantos esfuerzos, había reunido en su biblioteca, pensando que ésta sería fuente de sabiduría para sus hijos, sus nietos, sus biznietos y sus tataranietos: todo el árbol familiar de multiplicados ramajes.
El niño no le prestaba atención y continuaba entretenido con sus propias fantasías. Un libro para él era como un encierro en el ropero, como un tortazo cada una de sus páginas.
Todo era inútil. El niño no quería leer.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
Mirándose al espejo, reparó un día sorprendido que sus ojos se estaban achicando. “Será efecto de las sombras”, musitó para sus adentros.
Sus ojos continuaron reduciéndose. “Será que no he dormido bien”, se consoló.
Otro día tuvo la sensación de mirar al mundo como por una rendija. “Todo es reflejo del cansancio”, repitió parpadeando.
Sentía los ojos cada vez más pequeños y que se enredaba en sus pestañas una nube, en lugar de la luna.
La verdad es que ya no cabía en sus ojos una rosa con todos sus pétalos. Tenía que mirarla pétalo por pétalo.
Con preocupación se percató que apenas veía sólo dos pies descalzos del infinito ciempiés.
El ciempiés que usaba medias y escarpines,
el ciempiés que fingía ser tren,
el ciempiés que quería ser bailarín,
el ciempiés que ganó a la liebre en la carrera
de los cien metros planos.
el ciempiés que lloraba porque no podía montar bicicleta,
el ciempiés preparándose para ser equilibrista de circo,
el ciempiés que perdió sus botines en el bosque,
el ciempiés que compró una zapatería entera,
el ciempiés que metió cien goles de un solo disparo,
el ciempiés –ojo de uva y cara de nuez-
que tocaba cien pianos a la vez,
el ciempiés con muletas desde que se cayó a un barranco,
el ciempiés que en sus ensoñaciones
-enamorado de una golondrina-
Se volvía cien-alas y cien-corazones.
No volvió a iluminarse la alegría en los ojos del niño.
Una mañana que estaba sentado muy afligido en su balcón,
Escuchó a unos chicos:
_¡Mira qué triste está el niño que no quería leer!
Así transcurrían sus días.
La visión del niño se hizo tan estrecha que no podía ver sino las cosas menudas: el agujero que hace el gorgojo en la lenteja a manera de nido; las patitas irrespetuosas de la mosca sobre la mesa; el granito de la dulce sal cocinera; la cabecita calva (sin ninguna idea) de los alfileres que no aprendieron a leer porque nunca fueron a la escuela.
Y el niño no veía ni pizca del trébol que se ocultaba detrás de los geranios.
Un gran desaliento se apoderaba de él cada vez que se veía, con creciente dificultad, en el espejo. Empezó a temer que se le borraran los ojos de la cara como le había ocurrido a la luna por negarse a leer lo que escriben las estrellas fugaces en el firmamento.
Fue entonces que vio y se sintió atraído por la fascinación de unos dibujos en la portada de un libro. Decidió abrirlo y empezó a recrearse en sus páginas, llenas de granados de colores y de alucinantes aventuras, libro que antes había dormido el sueño de los justos, habitando los estantes empolvados del abuelo. En ellos también halló, sorprendido y desconcertado, un cuento que le llamó la atención: El niño que no quería leer.
Al principio, las letras minúsculas eran de su predilección. En los días sucesivos advirtió que ya podían ingresar con facilidad las mayúsculas en sus ojos reducidos.
Llegó, entusiasmado, a leer tanto que cuando volvió a mirarse en el espejo, ¡oh felicidad!, vio sonreír a un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
*Tomado de Había una vez tres cuentos (2003). Lima: Noceda Editore
http://ramelita.blogspot.com/2008/09/carrusel-de-cuentos.html
Arturo Corcuera (escritor peruano).
Era un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
En la escuela, la profesora le decía: “En tus pestañas alguna vez se va a enredar la luna”.
Él miraba con asombro las piruetas que hacía el colibrí, como si se supiera por él observado: se detenía, danzaba y se columpiaba en el aire. Luego giraba y se iba zumbando a repartir besos de jardín en jardín.
Por eso le dicen besaflor, pájaro-mosca, pájaro-aguja, chupa-mieles, pica-cucarda, zunzún, tente-en-el-aire.
El niño imitándolo se ponía a saltar y a dar vueltas como un trompo. Agitaba los brazos como alas en remolino.
os libros los tiraba al canasto. Sus compañeros de escuela lo conocían como el niño que no quería leer.
Todos abrían sus libros.
Él asomaba a la ventana y se ponía a contar los pájaros o los luceros, según fuera de día o de noche.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
No podían decirle que existió en la historia un rey con un caballo guerrero que donde ponía la pezuña no volvían a crecer flores.
Ni que una vez se abrió el mar, como las hojas de un libro, para que cruzara a la otra orilla un pueblo perseguido. Y cuando intentaron seguirlo el mar se volvió a cerrar.
Ni que en tiempos remotos salieron de las aguas, con sus respectivas esposas, cuatro hermanos para fundar un imperio. Tres de ellos se convirtieron en piedra.
Ahora son cerros.
Ni por asomo conocía los libros que el abuelo, con tantos esfuerzos, había reunido en su biblioteca, pensando que ésta sería fuente de sabiduría para sus hijos, sus nietos, sus biznietos y sus tataranietos: todo el árbol familiar de multiplicados ramajes.
El niño no le prestaba atención y continuaba entretenido con sus propias fantasías. Un libro para él era como un encierro en el ropero, como un tortazo cada una de sus páginas.
Todo era inútil. El niño no quería leer.
“Está bien que sueñes y juegues y cantes y saltes, pero es también necesario que leas”, le recordaba suavemente su padre.
Los libros permanecían mudos.
Mirándose al espejo, reparó un día sorprendido que sus ojos se estaban achicando. “Será efecto de las sombras”, musitó para sus adentros.
Sus ojos continuaron reduciéndose. “Será que no he dormido bien”, se consoló.
Otro día tuvo la sensación de mirar al mundo como por una rendija. “Todo es reflejo del cansancio”, repitió parpadeando.
Sentía los ojos cada vez más pequeños y que se enredaba en sus pestañas una nube, en lugar de la luna.
La verdad es que ya no cabía en sus ojos una rosa con todos sus pétalos. Tenía que mirarla pétalo por pétalo.
Con preocupación se percató que apenas veía sólo dos pies descalzos del infinito ciempiés.
El ciempiés que usaba medias y escarpines,
el ciempiés que fingía ser tren,
el ciempiés que quería ser bailarín,
el ciempiés que ganó a la liebre en la carrera
de los cien metros planos.
el ciempiés que lloraba porque no podía montar bicicleta,
el ciempiés preparándose para ser equilibrista de circo,
el ciempiés que perdió sus botines en el bosque,
el ciempiés que compró una zapatería entera,
el ciempiés que metió cien goles de un solo disparo,
el ciempiés –ojo de uva y cara de nuez-
que tocaba cien pianos a la vez,
el ciempiés con muletas desde que se cayó a un barranco,
el ciempiés que en sus ensoñaciones
-enamorado de una golondrina-
Se volvía cien-alas y cien-corazones.
No volvió a iluminarse la alegría en los ojos del niño.
Una mañana que estaba sentado muy afligido en su balcón,
Escuchó a unos chicos:
_¡Mira qué triste está el niño que no quería leer!
Así transcurrían sus días.
La visión del niño se hizo tan estrecha que no podía ver sino las cosas menudas: el agujero que hace el gorgojo en la lenteja a manera de nido; las patitas irrespetuosas de la mosca sobre la mesa; el granito de la dulce sal cocinera; la cabecita calva (sin ninguna idea) de los alfileres que no aprendieron a leer porque nunca fueron a la escuela.
Y el niño no veía ni pizca del trébol que se ocultaba detrás de los geranios.
Un gran desaliento se apoderaba de él cada vez que se veía, con creciente dificultad, en el espejo. Empezó a temer que se le borraran los ojos de la cara como le había ocurrido a la luna por negarse a leer lo que escriben las estrellas fugaces en el firmamento.
Fue entonces que vio y se sintió atraído por la fascinación de unos dibujos en la portada de un libro. Decidió abrirlo y empezó a recrearse en sus páginas, llenas de granados de colores y de alucinantes aventuras, libro que antes había dormido el sueño de los justos, habitando los estantes empolvados del abuelo. En ellos también halló, sorprendido y desconcertado, un cuento que le llamó la atención: El niño que no quería leer.
Al principio, las letras minúsculas eran de su predilección. En los días sucesivos advirtió que ya podían ingresar con facilidad las mayúsculas en sus ojos reducidos.
Llegó, entusiasmado, a leer tanto que cuando volvió a mirarse en el espejo, ¡oh felicidad!, vio sonreír a un niño con unos ojazos hermosos, como los ojos del girasol.
*Tomado de Había una vez tres cuentos (2003). Lima: Noceda Editore
http://ramelita.blogspot.com/2008/09/carrusel-de-cuentos.html
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